martes, 6 de enero de 2009

Madrid, 6 de enero de 2009
Se puede hacer algo original, bonito, al salir a la calle y apenas pisada la acera ya entendemos todo, por lo menos si ha valido la pena bajar y si no, qué diablos, vuelve a casa y hazte un ovillo de lana, escóndete en algo peor que la ira y prepara otro café. Aquella mañana, después de dormirme la noche anterior, lo confieso, llorando (y sabe mi amiga Raquel que yo eso no lo hago mucho), amaneció con el mismo sol, violento, brillante, e intenté ponerme a estudiar de inmediato. Pero el blanco me distrae. Madrid tiene unos tejados que no todas las ciudades tienen, así que no pude concentrarme como hubiera debido en Gustave Moreau y escuché no sé cuántas veces una canción de Nacha Pop que habla de la fragilidad en este mundo descomunal mirando por la ventana. No puedo dejar de mirar por la ventana, no puedo dejar la calle pero ahora no quiero bajar a ella porque no creo ir a entenderlo todo al pisar la acera; desde aquí veo la cúpula de la catedral, todo controlado. La costa de la Vega desciende como una ola hasta la M-30. Desde el tercer piso los coches son sólo una ligera vibración.
El pasado viernes salí de trabajar excepcionalmente a las tres del mediodía porque una compañera me lo pidió para aprovechar más tiempo con su familia, y como yo soy de los que no van a casa en Nochevieja me daba igual trabajar por la mañana o por la tarde y en general, aunque no hubiera sido día dos de enero, me hubiera dado igual trabajar por la mañana o por la tarde porque, aunque hasta hace no mucho prefería tener las tardes libres, ahora no lo tengo tan claro porque definitivamente la luz no es la misma y despertarse y poder quedarse mirando la ventana y los balcones y los tejados y el blanco de los edificios reflejado es un lujo, un lujo, un bálsamo, si yo me dormí anoche casi llorando o al menos con unas ganas atroces de hacerlo y esta mañana fue esa luz y sólo esa luz (y no esos falsos regalos, chantajes, sobornos que día tras día se supone que he de perseguir, ya sabes, de quién, para quién y lo que tengo es lo que soy además de todas esas vomitivas campañas publicitarias dirigidas única y exclusivamente a que mi deseo y mi frustración estimulen mi necesidad de consumo) la que me hizo volver a sentir la calidez, la pertenencia, lo mío (nada era ajeno, Francisco, bañado en esa mañana de Reyes; escuché a los operarios retirando las luces), así que trabajar por la tarde y dejarse llenar de eso me gustaba, pero aún así, para hacer el primer favor del año, le cambié el turno y al salir del trabajo fui a devolver dos libros que me gustaron bastante a la biblioteca que hay cerca de la plaza Olavide, donde yo vivía antes de mudarme a la calle Mayor, y al bajar Fuencarral, entre Quevedo y Bilbao, casi a la altura de la Casa del Libro, me crucé con él.
Llevaba una cartera grande colgada de un hombro. A pesar de los dos metros y medio que nos separaban, supe que no fumaba porque olía a fresco y tenía la piel transparente; tenía el pelo muy oscuro pero no llegaba a negro y era alto, creo que al menos un metro ochenta de estatura (a estas alturas, por lo del metro ochenta, ya sabrás que te estoy hablando de amor.) Lo creas o no, él también me miró (sobre la posibilidad de preocuparse ante la fija mirada de una desconocida prefiero no hablar) y pensó, creo, que tengo piel de fumadora y cara de salir de trabajar, así que era una lucha desigual pues él estaba limpio y alegre, quizá porque había estado mirando por la ventana durante toda la mañana, aunque en ese barrio los tejados son sobre todo de pizarra y no de tejas como en el mío. Apartábamos y cruzábamos la mirada una y otra vez; me temblaban las pupilas. Yo siempre le había estado esperando. Tuve ganas de coger el cuello de su chaqueta y quitarle suavemente la pelusa que se adhiere siempre a la pana, decirle que mis vistas son mejores que las suyas y que puede venir a mi casa cuando quiera, pero a la misma altura (aunque mi cabeza me decía “invítale a un café, invítale a un café” , desgraciadamente yo no podía oír nada porque no me abandonaba la melodía de Nacha Pop), quiero decir, cuando atravesábamos el instante último antes de estar detrás de alguien, la mirada de reojo que nos dirigimos fue un latigazo hondo y quise volver al trabajo y no parar nunca de trabajar, alienarme para siempre, olvidar aquello, dejarlo estar, pensar en cosas sencillas como dar el cambio y dejar ordenada la tienda por la noche para superar esa pérdida que en realidad tan poco me había dado, poco más que ese segundo último antes de que todo, absolutamente todo, parezca estar detrás de ti mientras tú, piel curtida, fumadora, te adhieres de nuevo al chantaje de la pelusa en la pana y los días siameses que se pegan los unos a los otros sin más opción que sacrificar bien al anterior, bien al siguiente, para poder al menos llegar hasta el fondo de uno porque es tan, tan peligroso, Francisco, despertarse un día y confundir el anterior con cualquier otro, cruzarse con hombres con carteras colgadas del hombro y no tomar una bocanada de aire, limitarse a lo imprescindible; tan arriesgado limitarse a las rebajas de enero, a las subidas y bajadas de temperatura, a la hora exacta en la que te citó el abogado que te recomendó un amigo que ahora le debe dinero hasta a sus familiares. Eso sí que es verdaderamente peligroso pero aún así, por favor si alguien vive cerca de la glorieta de Quevedo y acostumbra, o no, a pedir una tortilla de patatas entera con una ensalada por doce euros en la plaza Olavide, dile que estoy dispuesta a cambiar el turno en el trabajo (sí, y perderme esta luz) si a él le viene mejor e incluso ser puntual a cambio de invitarle a un café.
Inés Plasencia Camps

4 comentarios:

Anónimo dijo...

No recuerdo si era Isabel Sarli quien decía que siempre confiaba en la buena voluntad de los desconocidos, pero ¿realmente debemos modificar nuestros hábitos por ellos? Capaces de hacerlo somos... supongo que la felicidad que nos dan sólo imaginándolos en nuestra vida perfecta con ellos es compensatoria; al menos nos distrae y nos explica por qué a veces nos miramos el ombligo y sólo encontramos basura o vacío, que viene a ser lo mismo; si le conocieras todo sería distinto, estarías dispuesta a cambiar tu luz, (esa que me cambia el humor, que me hace olvidar que quiero llorar por las noches y que necesito hacerme un ovillo de lana, hacerme ocho cafés y odiar el mundo...) entonces ¿es una falsa ilusión?

A mí me gustaría ser valiente como tú y escribir en mi blog las cosas que me pasan por dentro en lugar de las que me pasan por fuera, no lo hago porque pienso que a nadie va a importarle lo que me pase en ese interior, sin embargo me siento hasta relajado cuando leo tus líneas y comprendo el significado de sentirse identificado.
De ver plasmada una situación en la que me he visto más veces de las que quisiera y actuando y/o pensando prácticamente de la misma manera.

Quizá la resolución sea una escena romántica, si le hubieras invitado a un café quién sabe... ¿boda? ¿hijos? Pues quizá, y entonces escribirías en el blog que la historia fue preciosa; que nunca más volviste a necesitar la luz mañanera de nuestro blanco Madrid, porque te despertabas a su lado cada mañana.

Telón lento y final.

Sin embargo sabemos que somos más ingleses que latinos y que ese apasionamiento del momento es vencido por un sentido práctico y lógico de las cosas; o por una vergüenza o por un qué sé yo...

La luz estará ahí, esperándote cada mañana a que abras los ojos. El amor, por muy intenso que sea (sobretodo cuando es hacia un desconocido) es efímero; la luz no.

No cambies el turno.

Si necesitamos una emoción que nos rescate del hastío que nos hace llorar y formarnos en un ovillo de lana (y fumarnos un paquete diario maldiciendo hacerlo), esa emoción tiene que adaptarse a nuestra luz y a nuestro turno, que ya nos va llegando, además.

Si él está tan transparente y sano seguro que es porque nunca tuvo que sacrificarse por nadie, ni siquiera por una desconocida.

Bs.

E.

Francisco Jurado Chueca e Inés Plasencia Camps dijo...

Hola, E,
importarle seguro que ni tus cosas ni las mías le importan a casi nadie, en eso tienes razón. Pero tú escribe lo que te apetezca que con un poco de suerte alguien se relajará leyéndolo.
Te doy la razón en todo, pero... era tan guapo...
Un beso y muchas gracias,
Inés.

Lord_Pengallan dijo...

:(
Te contesto a: "te prometo que no he copiado nada de ninguna parte, quizá es que hacía demasiado tiempo que no leías nada mío."
No pretendía insinuar que copiaste algo, siempre la genialidad sorprende tanto que tendemos a explicarla como "esto se lo ha dicho alguien" (quizás por eso los profetas se inventaron a dios), lo vi todo muy genuino por eso me sorprendí mucho, porque no se corresponde con la Inés que me dejas ver.
Nunca había leído nada tuyo, supongo que más por mi torpeza que por tu deseo de ser una esfinge conmigo.

Anónimo dijo...

Querida Inés,

Que gusto volver a encontrarte.
Me encanta tu forma de expresar lo que no es tan fácil expresar.
Bajar a la calle y entenderlo todo, o no.
Que te distrae el blanco.
Los tejados de Madrid.
La luz.
Barcos que se cruzan por la calle.
No te voy a sugerir lo que hacer o no. Es tu historia. Me limito como siempre a disfrutar de tus escritos y en cierto modo a envidiar esa facilidad (lo parece al menos) de contar tus cosas.
Eres tan rica en tu interior, tienes tanta vida y sensibilidad que estoy segura nunca se acabará ni nos la podrás contar tampoco.

Disfrútala, a veces puede doler, pero será una muestra más de que estás viva. Ser y sentirse un vegetal es mucho pero que mucho peor.

Llora si te hace falta, es agua y el agua es vida también. Todo lo demás acaba y se pasa, pero tu, nunca.

Un abrazo, y que sigas por el camino de la sabiduría.

mcvalen3