lunes, 23 de junio de 2008

Madrid, 23 de junio de 2008
He tenido últimamente extraños, bucólicos episodios de felicidad.
Primero tiré la toalla y me sentí al fin ligera, tras los surcos de agua desparramada justo el día en que comenzó el buen tiempo que tan poco (tampoco) duró: ya hacía cuarenta grados al día siguiente y se habían evaporado las huellas de eso que tan cansada me dejó.
En segundo lugar, no me regañes, me enamoré de un músico en el metro, algo que pensé que no podría ocurrirme a mí y que encuentro tiernamente ridículo, por lo que decidí no luchar por nuestro amor para evitar una subida de azúcar que he de controlar a causa de antecedentes familiares, lo cual se traduce en no saludarle más y cambiar de trayecto para ir a la universidad. Ahora tardo dos horas y cuarto y he de despertarme a las cinco y media de la mañana, pero compréndelo, ¿hubiera tenido excusa para enamorarme como Swann de una pieza musical, ahora que sé que Odette no era realmente su tipo? Demasiado grotesca la respuesta a la pregunta sobre cómo nos conocimos:
-Entonces vi su flauta travesera y supe que estaba destinada a soplar a través de ella.
Tuve que actuar con rapidez. Él me dijo “hasta luego”, y como es lo más bonito que me ha dicho un hombre que no sea mi padre flaqueé, le sonreí, lo reconozco, y también que durante días perdí trenes de tanto mirar en cada vagón buscándole hasta que decidí que esas historias tan dulces no son para mí. Y es a esa conclusión a la que me refería cuando dije “bucólica felicidad”.
En tercer lugar y por si aún no has necesitado una manzanilla o un poleo, he de confesarte que llevo varios días viendo florecer mi orquídea. Lo hago porque eso sólo ocurre dos veces al año y he de estar atenta (lo de enamorarme en el metro me sucede unas veinte salvo aquel año en que disponía del coche de mi padre, en Francia, y me iba al trabajo a las seis de la mañana recorriendo un buen trecho de autopista que tenía, claro, todos los rótulos en francés, a esa hora siempre vacía) porque puedo perderme el momento en que asome el blanco y tendría que esperar otro año. Sé que esta costumbre viene de mi madre, que se sentía pez durante una temporada y dejaba la mente en blanco para sentir la corriente sentada frente a su escritorio, pues bien, esa extraña felicidad que es florecer una vez al año es lo más interesante que me ha pasado desde que insististe en pedir otra copa de vino blanco para después perderte en la Feria del Libro sin haber encontrado el libro que quería comprarte por sorpresa en un momento en que te perdí de vista.
Inés Plasencia Camps

jueves, 12 de junio de 2008

Madrid 10 de agosto de 2008


Salí también. Me escapé de la luz medieval y mucho. No escribo porque no pienso, porque no puedo continuar encerrado en una sola ciudad. Ahora lo intento pero apesto a polvo mordido. Aun lo intento.
Salí de Madrid y otra vez lo sentí y encontré una nubecilla de lana y dentro un pajar de sangre, un dónde estás de música y presumida distancia, una memoria obscena, celosa, propensa al aniquilamiento, arriesgada, poco contenida, afectuosamente lasciva y brutalmente tan moderada que bajo esa mezcla de caparazón de águila y sueño de enjambre es capaz de llevar su pasión hasta lastimar cualquier transparencia del cielo. Salí sin importarme siquiera la existencia de una pareja fiel o de aquel que su ausencia tantas veces exige sometimiento. Claro está.

Y ahora dime si es inútil, no lo sé, ¿tú que piensas?, crearme límites poco conocidos para mí, nada silenciosos, que lo único que logran es llegarse a encontrar uno mismo que obliga olvidar aquel perfume de aliento oliva y sabrosa carne que ahora aprieto.

Lamentablemente volví y en esta ciudad no son así. Solo algunas me alegra y me descubre, pero aún así quiero distraer la arrogancia infantil, a las que aúllan nada convincentes, monaguillas de piedra, elocuentes fingidoras, cordiales y torpes, de grandes discursos, de mirada ajada. Desnudas después de inocente envidia. De palabras que sudan desahuciadas y que ríen tan fuerte que el acre se arranca el aire que desea.
Aquí estoy y felizmente no todo estímulo logran amputar algunas, insisto, solo algunas. Muchas alegres son, pero la ira arruga la piel de cada palabra. El recuerdo la empapa. El tiempo la enamora y la distancia la lanza atada a mi culpa.
Luego te contaré con insistencia de qué te quiero armar. Ahora no, no me apetece. Un beso.

Francisco Jurado Chueca

martes, 3 de junio de 2008


18 de julio de 1936

Difícil imaginar que nos ocurra lo que a ellos. Me refiero a la fotografía de aquellos indios del Amazonas que pertenecen a una tribu recién descubierta que tanto me impactó y que se publicó hace pocos días. Fíjate, de las diez personas que aparecen algunas son rojas y una es negra como bañada en un barril de petróleo, y apuntan con sus lanzas y flechas hacia una cosa enorme (si es que "cosa" existe para ellos, tal vez vivan entre conceptos más abstractos, quién sabe) que emite un zumbido y de la que asoma algo similar a ellos, parecido a una persona pero cubierto todo el cuerpo de pieles brillantes. La fotografía, aunque tomada a cierta distancia, me resulta incómoda. Miro una a una sus reacciones pero pierdo sus caras al ampliar la imagen, sólo entiendo que se defienden de todos nosotros, de todo el que mire la fotografía y eso, la verdad, por primera vez, me hizo sentir "el otro". El otro al que atacamos siempre porque no se nos parece, pero incluso así, difícil imaginar que nos ocurra lo que a ellos: ver de repente algo tan desconocido y sentir ese terror, bajo algo inmenso que agita sus alas haciendo círculos a una velocidad hasta entonces impensable.
Recordé la fotografía charlando con Víctor en los balcones de un mesón de Chinchón, adonde habíamos ido para celebrar mi cumpleaños. Le hablé de la noticia, de cómo me sentí siendo el otro, de cómo me sorprende pensar que, por ejemplo, la Segunda Guerra Mundial no significa nada en algunos lugares, ni la guerra ni tantas otras cosas mientras que para ellos hay mil tipos de hormigas y no dos, negras y rojas, como pensamos nosotros, y otras diferencias más elevadas, claro, no sé, quizá reglas que ni siquiera imaginamos y donde poco importa todo lo que llevamos haciendo durante siglos, cosas que consideramos tan importantes como la democracia y los teléfonos móviles.
Se lo conté mientras recuerdos llegaban como bengalas. De repente, una imagen; después, otra imagen e iban pasando una por una como borrándose, como si durante tanto tiempo sepultadas escupieran una última burbuja de barro antes de descender definitivamente al fondo. Pero lo inquietante es que si esas imágenes, después de siglos, resurgieran arrastradas por la corriente e hinchadas de oxígeno a la superficie, no conseguirían sorprenderme como el helicóptero a esos indios aunque quizá, es cierto, causarían en mí un terror parecido.
Inés Plasencia