jueves, 31 de julio de 2008

Madrid 31 de julio de 2008

Inés. Aterrado. Así estaré hoy a las siete de la tarde otra vez. Calle Espíritu Santo pero cerca de la Plaza de las Comendadoras, un bar nuevo, el cielo celestemente salvaje y una pareja, de unos cincuenta años, él no español y ella tampoco. Diré algún día, quizá este sábado, cuando nos reunamos para decirme que la vida será maravillosa después de tu primer libro, grato destino, diré algún día que esta pareja hermosa, ella de sandalias negras, vino tinto él aún el sol completamente desnudo, estará siempre dentro de mi razón. Me arrodillaré. En fin. Ilusionado. Así estaré hoy a las ocho de la tarde otra vez. Calle Espíritu Santo pero ya un poco aterrado cerca de la Plaza de las Comendadoras, un bar con una camarera simpática, distraída, caída ya la tediosa tarea de encontrar una mesa en una terraza, esta misma pareja de hablar despacio, de sonreírse como solo una vez lo haces cuando descubres su primera mirada. Sí. Esa. Un sorbo de vino. Unos silencios. “Tan intenso es el momento”, repetiré estas palabras siempre, “por eso piensas siempre en el paso siguiente”. Ella aún más cerca. Una cerveza mejor. No más vino. No. Lo leerá tu madre, la saludarás de mi parte. Inés. Desaparecido. Así estaré mañana, un domingo, en un año. Contento. Como esta pareja. “Por eso estás más allá que aquí”, me dijo, pero en pasado. Un beso.

Francisco Jurado Chueca

lunes, 14 de julio de 2008

Fuera de Madrid, 14 de julio de 1947
Creo que estaba en pleno ajuste de cuentas conmigo misma; aquello era una prueba insuperable: me faltaban las excusas ante tanto paso en falso. Yo no sabía subir escaleras de caracol como la de la foto que me enviaste, ni lazos con la realidad me sostenían realmente sino que se convertían en sogas. Gracias a mis esfuerzos se recubrían de galas de difunto que ayudaban dos, tres semanas a subrayar nimios detalles que bastaban. Pero ahí seguía, ya sabes, ese vértigo.
He salido de la ciudad. Compré un billete hasta el primer día. Un diluvio al que también sobrevivimos lo refrescó todo: el asfalto y las aceras, las sombras y el verano, las culpas y las excusas quedaron empapadas por igual. Títeres con cabeza, de ésos no ví ninguno (aunque buscándolos entre la gente ví otras cosas de lo más interesante: una mujer que había sido madre a los sesenta años y a la que todo el mundo llamaba abuela, mi antigua casa, amigos que nunca se definieron así y resultaron ser los únicos, arcos ciegos de iglesias románicas por todas partes, el mar otra vez, aunque tuve que fijarme bien por la cantidad de gente que intentaba ocultármelo, pleno julio ya se sabe), ni tampoco ví el origen real del vértigo ni aun cuando subí a la cima de un monte que no quiero nombrar para protegerte, pero en el que te aseguro no vive dios alguno (ni la diosa Ganga ni dioses de ésos que son una ganga), el monte donde está ese museo en el que ví con Mercè la exposición “Duchamp, Man Ray, Picabia” que también estuvo en la Tate Modern de Londres. Allí entendí que nada tenía que ver con la altura la visión borrosa y relajada del pasado, que nada tenía que ver con alejarse posponer un día más el ajuste de cuentas que me hacía empujar brutalmente a todo el que me preguntaba por mis planes. Nada que ver, como era habitual, en ningún lado, sólo cuando está bajo sospecha disimula el cansancio el metrónomo que escucho en aeropuertos, estaciones de tren y salidas de autopista, cómo decirte… Ya no escucho la llamada del ahorro. Escucho las ofertas de agencias de viajes. Me interesan las estampas japonesas. Idealizo los paisajes del África profunda, pero también los minúsculos pueblos del Tirol. Echo de menos los idiomas que no hablo. Sí, ya me acuerdo… También hace dos años culpé al planeta por no girar.
Cuando entendamos ambos cuáles son nuestras prioridades podremos dejar nuestra correspondencia y otorgarle a cada cosa la importancia que se merece. Hasta ese día, sigo esperando noticias tuyas.
Inés Plasencia Camps

lunes, 7 de julio de 2008

Madrid, 7 de julio de 1937
Hay pocas cosas más ordinarias que enviar una nueva carta antes de que te contesten a la anterior. Qué se le va a hacer… No podía siquiera cenar. Acabé mi infusión y salí al balcón a ver si la catedral todavía estaba ahí o también te la habías llevado ese día hace tan poco en que subí a tu casa ávida de ver la Gran Vía y me marché corriendo a mezclarme otra vez entre la gente. Después, nada más. Tu última carta fue del diez de agosto. Allí en el balcón apuré un cigarro y me dejó preocupada ver también tu edificio al fondo: la ciudad era demasiado inmensa, mucho más allá de ti y de mí continuaba. Yo vivía sola; también tú esa noche estabas solo, no me fallaba la memoria y sabía que cuando ella se marcha piensas cosas más extrañas si cabe. Francisco, yo vivía en esa época sola frente a la catedral. La visión era espectacular antes de los bombardeos. Tampoco sabía nada de mi familia de Aragón, pero los de Valencia estaban bien; me preocupabas más tú, que estabas en una edad tan útil para ambos bandos, tal vez te hubieran enviado al frente, no sé. Te pedí que fueras a la Cibeles y me mandaras noticias.
Inés Plasencia Camps

jueves, 3 de julio de 2008

Francisco, ¿se puede uno enterar de dónde diablos te has ido?
Inés.