viernes, 31 de octubre de 2008

Ciudad de México, 29 de octubre de 2014
Lo de México tuvo que ver con "Los detectives salvajes" de Bolaño, sin duda. Lo leí en octubre de 2008 y tuve la sensación mientras lo hacía de que era allí a donde tenía que marcharme al acabar mis estudios. Mi madre me dijo que era un país muy peligroso y mi amiga María se reía conforme iba profundizando en mis motivos para la elección de aquel destino, que no eran sino una serie de señales que venían apareciendo en mi camino y que no había interpretado correctamente hasta la lectura de aquella novela, especialmente una conversación que siete años antes (es decir, cuando yo tenía veinte) había tenido contigo y que no hubiera recordado si no me lo hubieras recordado tú en un correo electrónico, en la que al parecer yo te dije que a veces me gustaría ser de otra parte y tú me preguntaste que por ejemplo de dónde, me dijiste, de México, contesté, por ejemplo a veces me gustaría ser de México, y la respuesta fue tan automática (ignoro por qué fue ésa y no Colombia, por ejemplo, estando yo como estaba tan intensamente enamorada de un colombiano en esos días o Francia, que era la nacionalidad de mi amante de ese momento) que no podía querer decir otra cosa que México y yo teníamos que conocernos. Durante un tiempo ese deseo fue tan intenso que pensé en dejar mis estudios y mi trabajo en una librería y marcharme a principios del siguiente año; poco a poco, aunque mantuvo su categoría de idea firme, concluí que podría esperar a acabar la carrera y hacerlo bien, y hacerlo bien consistía, entre otras cosas, en irme libre de España para no tener que volver en el caso de no querer hacerlo.
Otra señal que nunca había considerado una era mi tío Pepe, que en realidad no era mi tío sino el tío de mi padre pero como si lo fuera y que además era antropólogo especializado en culturas americanas precolombinas y viajaba mucho a México y, aunque cuando yo entablé una relación más estrecha con él ya no viajaba, me habló mucho de ese país, me habló mucho de sus playas y del DF, de la universidad allí y de sus colegas mexicanos y de cómo se sentía o se había sentido cuando iba, pero como yo era muy joven, incluso más que ahora, y aunque si no me equivoco yo ya había elegido la mexicana como azarosa nacionalidad suplente en el caso de que la mía acabara resultándome insoportable (para lo cual, por otra parte, no faltaba poco) yo no escuchaba a mi tío (porque en el fondo era mi tío o mucho más que mi tío) como si ese México tuviera algo que ver con mi vida y lamentablemente cuando descubrí que México me había estado buscando mi tío Pepe llevaba muerto unos cuantos años, y no me atrevía a llamar a ninguno de sus colegas de la UNAM para que me ayudaran al llegar.
Bueno, el caso es que yo imaginaba México sensual, voluptuoso y lleno de ciudades con grandes avenidas, que es como a mí me gustan las ciudades. Abandonar Madrid era una idea que no me disgustaba en ese momento, pero me quedaban todavía dos años para acabar la carrera. Madrid estaba allí todavía, claro, y por supuesto tenía grandes avenidas pero poca voluptuosidad. De hecho carecía por completo de ella, por no mencionar la sensualidad, la verdad es que Madrid corría a una velocidad considerable y seguía siendo la mejor ciudad del mundo para quien saliera de trabajar a las siete y media o las ocho de la tarde porque ésos son los verdaderos dueños de Madrid, pero la verdad es que era y es poco voluptuosa y comparado con México España tenía pocos sonidos naturales y demasiados sonidos que se han puesto ahí como si nada, ya sabes, música infernal que sale de las tiendas e inunda las calles, una detrás de otra se suceden las emisoras de radio que escucha cada vendedor ambulante de lotería y los andenes del metro, incluso los andenes de metro, Francisco, están bañados en un hilo musical que bajo las voces que se pisan y el chirriar de los raíles ni se escucha con claridad, así que yo lo encontraba absurdo y mientras tanto me imaginaba México silencioso, pero de un silencio roto de repente por sonidos oportunos, necesarios, que no puede uno imaginar en otra parte salvo ahí, ya sabes, ruido de coches en un atasco en el centro de la ciudad, voces en un restaurante, gritos en las escuelas infantiles, y fue por todo eso que imaginaba de México que finalmente, poco después de escuchar aquella llamada y pese a lo que en un principio había considerado más razonable, que era esperar, me fui de repente hace seis años sin ni siquiera avisarte y con mis estudios universitarios inacabados interrumpiendo nuestra correspondencia de manera tan abrupta, poco después de tu boda, y ahora que estoy a punto de volver quería saber si serías capaz de enviarme alguna foto tuya actual antes de que nos veamos frente al Palacio Real dentro de cinco días porque así, si hubieras cambiado mucho, yo no me sorprendería y podríamos pasar directamente a cuestiones más interesantes que lo que hemos estado haciendo estos últimos seis años.
Inés Plasencia Camps

lunes, 27 de octubre de 2008

Castillo de Fezzana, 27 de octubre de 2008
Disculpa nuestra entrada triunfal. Era el día de tu boda y de esto ni te acordarás, pero yo todavía me río cuando recuerdo a los invitados esperando a que tu esposa cruzara la puerta y sus risas al vernos a nosotras entrar corriendo delante de ella. Le juré a Raquel que nunca la llevaría a otra boda. Y luego la fiesta sobre ese maravilloso barco atracado al borde del Tíber, te pido otra disculpa: nos fuimos temprano, demasiado vino blanco. Sé que no paré de comer y de bailar, tú estuviste casi todo el tiempo junto a la puerta hablando con alguno de los tíos de Ivana (debe de tener muchos o quizás no sabías quiénes eran y me decías de todos que era uno de sus tíos) y de vez en cuando yo pasaba a tu lado y nos dábamos un abrazo, me dabas las gracias por haber ido y yo te decía no, gracias a ti, y así decenas de veces, qué pesados. Todo por no decirnos un sencillo “de nada”, todo por no hablar como personas normales, qué pereza, qué risa, Francisco. Lamentablemente tuvimos que irnos temprano por culpa del vino. He de confesarte que nos hicimos amigas de los camareros para conseguir más botellas y ésa fue nuestra sentencia de muerte, ser tan simpáticas, ya te lo dije hace tiempo: Francisco, tengo que ser menos simpática, que luego si no necesito vino no lo soy tanto y me lo echan en cara y me dicen “con lo que tú has sido, Inés, con lo que tú has sido”. Y sí, negro, con lo que yo he sido ahora tengo sólo dos preguntas (cuando yo siempre he tenido miles al mismo tiempo) y mis preguntas son: ¿por qué ponerse tacones para ir a una boda si luego una acaba descalza para poder bailar? Y por otra parte, ¿de dónde sale esa tristeza? Cuando el día anterior llegué a Roma desde Madrid y cogí el autobús que me llevaría desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad viví aquel trayecto con una inmensa felicidad, y al día siguiente te miraba y pensaba “míralo junto a la puerta, en plena conversación bilingüe, cualquiera diría que está acostumbrado a hablar en otro idioma con sus interlocutores” y también me sentía bien porque es verdad, siempre hablamos en un idioma diferente del de la persona con la que estamos y sin embargo continúa habiendo bodas a la orilla del Tíber, continúan reflejándose las luces, por eso me lo pregunto, ¿por qué estropearlo todo poniéndose unos estúpidos tacones?
P.D.: Otro día hablamos sobre cómo la juez pronunció tu nombre.
P.P.D.: En realidad tengo una tercera pregunta: si Ivana tiene tantos tíos, dónde estaban sus primos?
Inés Plasencia Camps

martes, 14 de octubre de 2008

Madrid 33 de octubre de 2008

Acabo de salir de una buena peluquería en Chueca. Un lavado de pelo, un bocado de tarta de fresa, una historia de Santiago de Compostela y al frente del espejo caía tanto pelo como las ganas de subirme en Roma a la moto de Amedeo con mi primer traje negro, con mis primeros zapatos negros completamente lisos y mi primera camisa blanca con gemelos. Y mientras cambiaban peines por tijeras y música por cuchillas caía también cada uno de los fortines que con flechas y fuego resguardaban el nivel de cada uno de mis sentimientos. No desbordarse era la consigna. No expresarse con tanta independencia. Resistir a la realidad. Pero me corté el pelo una semana antes de subirme a esa moto que me llevará a Caracalla y con audacia cada uno de mis sentimientos dejó caer piedra y piedra, cadenas y puentes. Abrigos. Años convincentes.
Sé que la próxima semana nos veremos, que disfrutaremos a conciencia del Tévere y de la Fontana di Trevi. Sé ahora que empezó el otoño más lluvioso, enigmático y de blanco corazón que sumergirá en mi vida otra vida y otra vida y toda otra vida.
Me gusta mi corte. Ya lo notarás.
Ah, las sepias también.
La vida más que nunca. Las calles como son.


Francisco Jurado Chueca

martes, 7 de octubre de 2008

Madrid, 32 de octubre de 2008
A mí me pareció la misma clase repetida. El profesor, que seguro era el mismo (y eso no hubiéramos podido debatirlo frente a unas copas de vino, aunque por qué no, realmente debería de haberle preguntado, ¿no crees?, decirle ¿es usted el mismo?), hablaba esta vez del siglo XIX y no del XX como en la clase inmediatamente anterior , en la que dedicó la hora y media completa a recomendarnos una bibliografía sobre el arte de esa época, así que ya sabía lo que nos esperaba (me refiero al centenar de individuos que había madrugado con toda su buena voluntad protegiéndose de lo que sus cabezas podían depararles, como observar, imagínate, todos los espejos en que se convierten los cristales del vagón, donde también estuve yo) que era ni más ni menos que una hora y media para escribirte, y acabo de recordar algo que no te conté, por un olvido, esa noche que ante un guiso de sepia (la primera vez que comías sepia, cosas de ser peruano, pensé, cosas de ser tú, entendí después) un poco demasiado salado por mi ansia de hacer sabrosa una receta inventada te conté que por un tiempo no quería nada de lo que ocurriera fuera de mi apartamento, por lo que ni siquiera iba a invitar a nadie durante una temporada. Se me olvidó decirte que el viernes, en el trabajo, leí el mail de una clienta a la que habíamos enviado una factura y, ante la imposibilidad de abrir el archivo, nos daba otra dirección electrónica para que se la enviásemos por favor de nuevo. Esta dirección terminaba así: @franciscojurado.com, y no me lo estoy inventando. ¿Recuerdas que el viernes íbamos a llamarnos para otra copa de vino blanco y ninguno de los dos lo hizo? La sal era una venganza, la sepia era una trampa, una excusa para decirte que el verano había acabado y que el otoño había comenzado con tanta violencia que yo sólo podía quedarme tranquila y calladita, no para que pasase más rápido, sino para sacarle provecho, ya sabes: te presté unos libros, escribí un rato después de que te fueras (estaba escribiendo un relato sobre cómo la injusticia se pronuncia cuando uno se entera de algo que no pidió saber), y me acosté temprano acomodando a mi gato entre mi vientre y mis rodillas.
Inés Plasencia Camps