martes, 29 de abril de 2008


Madrid, 24 de enero de 2008

Faltaba muy poco para las doce del día y después de visitar algunas cautivantes y pequeñas iglesias, llegué al Campo dei Fiori, me senté en una vinería y empecé a mirar esta vez sí un poco de mí. Salí de Madrid este fin de semana y nunca quise reunir la desazón y la nostalgia aquí, en Roma. Al frente de mí el mercadillo que todas las mañanas invade esta plaza resalta la entereza y ternura con la que se cubre parte del rostro Giordano Bruno, filósofo quemado en la hoguera en este mismo lugar, declarado “herético impenitente, pertinaz y obstinado” y abrasado tal vez con toda la tristeza de unos ojos perversos por haber “negado el pecado original”.

Aquí, en Roma, después de volver a caminar por la Via delle Quattro Fontane, intenté verme fundido en este mercadillo que jadea gente abierta, música, ofertas, parejas, vino blanco y hoy también el sol. Camareros alegres que arrastran la picardía italiana y yo con una cerveza pretendiendo apagar mi hoguera. ¿Yo sobre una pila de leña? La única razón por la cual no escaparía a tan cruel condena serían mis sospechas de que puedo crear y entristecer con fiereza a cualquier ángel que me aprecie y hoy, al frente de mí, el día es alegre de personas que leen el periódico, otras discuten en parco silencio y abstraídas columnas de turistas sortean este sofocante mercadillo. Un saxofón a la izquierda luego a la derecha que toca un rumano, un exiliado entrando a la vinería y tú a mi lado. Contenta sí, también muy contenta ahora donde estés eso espero y de pronto me noto quemado por sentarme tan cerca a veces e intentar sentir en lo más mío cómo otros quieren, cómo otros caminan entre una ciudad que saben es suya. Quemado por no poder llevar conmigo lo más esencial de la convivencia humana. Quemado por poner en duda mi presencia entre tantas realidades y quemado porque sola mi percepción no puede abrazar tanta distancia y sujetar durante enormes segundos el grato olor a familia.

Sí. El clima cambia cada día y hoy el sol está contigo, fulgente perfecto para caminar, aunque luego lo sabes me queje de tal libertad y de la ciudad que con un beso me ofreciste.

Francisco Jurado Chueca

lunes, 28 de abril de 2008

Madrid, 14 de febrero de 2008

Fui al convento de las Descalzas Reales esta mañana, ya sabes, el edificio cuya fachada de aire renacentista aparece de repente bajando una de las calles que nacen en Callao y acaban en Arenal. La entrada de público se dosifica con cuentagotas: el convento sigue en uso pero se muestra a ciertas horas debido sobre todo a su colección de pinturas. Desgraciadamente era algo tarde y yo o fui una de las gotas que entró, pero conseguí hablar con el portero del edificio. Le enseñé una “Adoración de los Magos” perteneciente a la colección del monasterio y le pregunté si sabía dónde estaba.

-Creo que en el coro, bajo la sillería, pero déjame preguntarles a las hermanas- y me instó a volver por la tarde.

He estado haciendo tiempo, esperando una hora prudencial no demasiado temprana ni demasiado tardía de manera que pareciera que no tenía tanto interés, pasando la tarde: he vuelto a casa y la he dejado brillante pensando en “hermanas” y maneras de ganarlas y perderlas, es decir, ellas se llaman así entre ellas pero yo sé que mi hermana lo es más, ya ves, cosas que se saben sin más.

¿Sabes? Al final fui a las cuatro y media. ¿Verdad que se piensa a veces que se han olvidado de uno, que abrirá la puerta el mismo portero y te pedirá detalles y más detalles para poder ubicarte? Llamo al timbre varias veces, digo, claro, en el reflejo del cristal de un coche que pasa veo que estoy esperando a que me abran, y al fin.

-Sí, está en el coro.

Sin hola.

Yo sonrío y dije al menos tres veces gracias. Hace un par de llamadas desde un teléfono que hay en la entrada. Habla de mí como si yo fuera una investigadora en busca de un cuadro perdido del que sospecha que está bajo clausura y no una estudiante que pasea con la Adoración de un seguidor de Rubens fotocopiada intentando que sean las monjas quienes hagan el trabajo que me ha mandado una profesora.

Te cuento todo esto por lo que pasó después, cuando colgó el teléfono el portero.

Me hizo un gesto para que le acompañara y subimos tres escalones que llegaban a una gruesa puerta de madera tras la cual había un espacio cuadrangular de un metro de ancho y largo y una ventana de la misma madera con la que habían construido la puerta. El portero abrió la ventana y me encontré con algo que en aquel momento me pareció lo más ajeno y exótico que podría yo encontrarme en el mundo: supe después que se llama “tormo”, una estructura de sección circular pintada de blanco que se abría en un único lugar y que permitía a las hermanas dar y recibir cosas, además de hablar con gente del exterior, sin que se las viera. La hermana Clara (fue todo lo que averigüé de ella, gracias al portero) nos devolvió la lámina y ese amable señor le dio unas llaves. Ella sólo dijo (además de responder con un “sinpecadoconcebida” al “avemaríapurísima” del portero) que sí, que efectivamente estaba en el coro, pero que no se conocía el autor. No me atreví siquiera a darle las gracias pues no sabía si tenía permiso para hacerlo, y el portero cerró la ventana, después la puerta, después el convento. Volví a casa con la fotocopia en la mano y me giré antes de perder de vista el monasterio pensando que un ritual zulú no me habría podido impresionar más. Seguramente porque esto lo vi cerca de mi casa. Cientos de hermanas encerradas, con lo que discuten las hermanas...

Por cierto, estuve leyendo a Casanova. Emocionada descubrí que, en el siglo XVIII, Giacomo no le daba demasiada importancia a los tiempos verbales. Pero pronto supe que era un problema de traducción, así pues, dos cosas: por un lado, hay que esperar; por otro, ¿nos corregirán en Alemania si algún día nos traducen?

Me encantó la foto. Es exactamente como imaginé el lugar en el que vives.

Inés Plasencia

domingo, 20 de abril de 2008

Madrid, 17 abril de 2008

El olor a tabaco de la ropa amontonada junto a la cama y el pitido, te pregunté, imaginándote, por qué habías pedido otra copa de vino mientras un profesor jorobado dictaba la clase a la que llegaría tan tarde en algo que hubiera sido un sueño si no hubiera estado despierta. Ya me acuerdo: me embadurné de aceita de rosa de mosqueta e hice mío el privilegio de dormir sin pijama, pero ya no. La noche de antes te había dicho, y ya era tarde, que era un miércoles del que no quedaba apenas nada, qué importaba. Mañana, te dije, madrugamos los dos, pero ya lo pensaremos, hace tiempo que no hablábamos así, mañana, insistí, ya lo pensaremos cuando a las siete suenen nuestros despertadores con unas pocas calles de distancia. Y bien, ya era mañana y no era sed, sino deshidratación. El vino había absorbido todo el agua, había llegado el jueves, a quién maldigo. Yo ya llegaba tarde (seguro que tú llegaste puntual) pero debía llegar: me esperaban los géneros teatrales del siglo XVII, me esperaba el metro que tanto te divierte y las prisas, pero antes había que desayunar. De eso hablamos precisamente anoche, de que quizá te espere un día largo y tengas que detenerte un momento en cualquier lugar preguntándote por qué acaban los miércoles, pero antes, un café, un desayuno, y hasta entonces una ducha rápida pensado que el jueves aún no existe, sólo existe ese café, ese desayuno.
¿Iba un día por detrás? Hasta el viernes no recordé el jueves, poco importa. Ni en la vida ni en la literatura me interesa en absoluto la unidad temporal, nunca es ahora. Utilizan diferentes cercanías y es el espacio el culpable de esa impresión de repetición. Volver a un lugar es volver al mismo día. Y yo no recordé el jueves hasta el viernes, mala suerte. Había pensado de verdad que me había librado, sólo quisiera quitarme un rato esta sensación de enfado. Enfado, porque no era esto lo que nos habían prometido.

Inés Plasencia