lunes, 28 de abril de 2008

Madrid, 14 de febrero de 2008

Fui al convento de las Descalzas Reales esta mañana, ya sabes, el edificio cuya fachada de aire renacentista aparece de repente bajando una de las calles que nacen en Callao y acaban en Arenal. La entrada de público se dosifica con cuentagotas: el convento sigue en uso pero se muestra a ciertas horas debido sobre todo a su colección de pinturas. Desgraciadamente era algo tarde y yo o fui una de las gotas que entró, pero conseguí hablar con el portero del edificio. Le enseñé una “Adoración de los Magos” perteneciente a la colección del monasterio y le pregunté si sabía dónde estaba.

-Creo que en el coro, bajo la sillería, pero déjame preguntarles a las hermanas- y me instó a volver por la tarde.

He estado haciendo tiempo, esperando una hora prudencial no demasiado temprana ni demasiado tardía de manera que pareciera que no tenía tanto interés, pasando la tarde: he vuelto a casa y la he dejado brillante pensando en “hermanas” y maneras de ganarlas y perderlas, es decir, ellas se llaman así entre ellas pero yo sé que mi hermana lo es más, ya ves, cosas que se saben sin más.

¿Sabes? Al final fui a las cuatro y media. ¿Verdad que se piensa a veces que se han olvidado de uno, que abrirá la puerta el mismo portero y te pedirá detalles y más detalles para poder ubicarte? Llamo al timbre varias veces, digo, claro, en el reflejo del cristal de un coche que pasa veo que estoy esperando a que me abran, y al fin.

-Sí, está en el coro.

Sin hola.

Yo sonrío y dije al menos tres veces gracias. Hace un par de llamadas desde un teléfono que hay en la entrada. Habla de mí como si yo fuera una investigadora en busca de un cuadro perdido del que sospecha que está bajo clausura y no una estudiante que pasea con la Adoración de un seguidor de Rubens fotocopiada intentando que sean las monjas quienes hagan el trabajo que me ha mandado una profesora.

Te cuento todo esto por lo que pasó después, cuando colgó el teléfono el portero.

Me hizo un gesto para que le acompañara y subimos tres escalones que llegaban a una gruesa puerta de madera tras la cual había un espacio cuadrangular de un metro de ancho y largo y una ventana de la misma madera con la que habían construido la puerta. El portero abrió la ventana y me encontré con algo que en aquel momento me pareció lo más ajeno y exótico que podría yo encontrarme en el mundo: supe después que se llama “tormo”, una estructura de sección circular pintada de blanco que se abría en un único lugar y que permitía a las hermanas dar y recibir cosas, además de hablar con gente del exterior, sin que se las viera. La hermana Clara (fue todo lo que averigüé de ella, gracias al portero) nos devolvió la lámina y ese amable señor le dio unas llaves. Ella sólo dijo (además de responder con un “sinpecadoconcebida” al “avemaríapurísima” del portero) que sí, que efectivamente estaba en el coro, pero que no se conocía el autor. No me atreví siquiera a darle las gracias pues no sabía si tenía permiso para hacerlo, y el portero cerró la ventana, después la puerta, después el convento. Volví a casa con la fotocopia en la mano y me giré antes de perder de vista el monasterio pensando que un ritual zulú no me habría podido impresionar más. Seguramente porque esto lo vi cerca de mi casa. Cientos de hermanas encerradas, con lo que discuten las hermanas...

Por cierto, estuve leyendo a Casanova. Emocionada descubrí que, en el siglo XVIII, Giacomo no le daba demasiada importancia a los tiempos verbales. Pero pronto supe que era un problema de traducción, así pues, dos cosas: por un lado, hay que esperar; por otro, ¿nos corregirán en Alemania si algún día nos traducen?

Me encantó la foto. Es exactamente como imaginé el lugar en el que vives.

Inés Plasencia

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