miércoles, 21 de mayo de 2008

Madrid, 16 de setiembre de 2010

Hola Inés, no quería descubrirme, pero he de confesarte que hace algunos años de repente alguien hizo estallar sobre la mano un haz de luz tan cautivo que logró desaparecer todo el rededor, dejarme completamente solo e hizo que perdiera la cuidada coraza que cubría mi salvaje condición. Hoy te confieso que desde entonces no hago más que sin compasión alguna buscar el cuello de mi presa, blanco, tibio, hiriente, mirarla a los ojos, saltar al menor descuido, abrazarla, inmovilizarla, volver a mirarla a los ojos, oler su vida, abrirle el pecho entero, arrancarle el corazón y después, solo después ahora sí, dejarla ir.
Ese haz de luz precioso, que aún mantengo dentro tan frío como un banco a las 4 de la tarde, logró coger años enteros de mi vida, estrujarlos, amarrarlos y llevárselos consigo, tal vez sin saberlo, tal vez todavía los tiene allí entre sus bolsillos o mejor aun los echó al río. No lo sé. Ay de mí. No mirar más a los ojos inquieto por saber qué sienten, por conocer cómo se encuentran y extender tal vez mi tiempo para ellos. Ya no. De pronto soy solo yo el que busca la ausencia y el que observa, el que eriza el lomo cuando una niña viene corriendo hacia mí despreocupada mientras un padre detrás vigila el perímetro a su alcance.
Inés, estoy aquí vivo, aún en Madrid, cerca de Preciados acogiendo sin saber por qué este ahora corazón desenvainado, ya imposible de ser domesticado. Triste y contento. Apenas humano.

Francisco Jurado Chueca

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