miércoles, 21 de enero de 2009

Madrid, 22 de enero 2009

Y estaba ya todo oscuro. Eran la cinco de la tarde de 24 de diciembre de 2008 y habíamos caminado, entre algo de lluvia y un par de horas, desde la Via Salaria hasta la Basílica Santa Maria Maggiori por unas calles que hoy comparto con la memoria justa para volver el primer día que se justifique un canto. Pero tenía ese 24 tantas ganas de escurrirme por esas piedras que desbordan soberbia y vida que no pude disfrutar de tanto frío y de las hermosas visiones mortales de María. Pero tenía ese 24 fiesta de viaje, de caminar hasta allá. Sin embargo, no había mucho que decir mientras más cerca de mí expresamente una actitud me acompañaba. Desperté como me acosté: tenía el alma con las rodillas clavadas en mis pantorrillas de tal forma que su cabeza apenas rozaba mi nariz y así un tanto fuera de mí se dejaba oler, acariciar la mejilla y sus sienes, saber que se agotaba y tanto que permitía aún asustada que la sostuviera del vientre, dos diez pasos y le contara mis primeros días, la feroz conciencia de empezar de nuevo. Sin embargo, tuve que detenerme, ver con una música suave la piedad de todas las piedras y del papel estampado. Muchos idiomas y tanto frío alegre, perritos calientes, manjares, dulces de leche, gaseosas, zapatos a 5 euros, pantalones grises, póquer, el cuento de una pelea, el orgullo del triunfador, del tío y del amigo, flores, tarjetas telefónicas para cualquier rincón del mundo, ladrones de gasolina de motos, piernas, zapatillas, mi alma las quería con toda la sangre en su cuerpo, periódicos, servilletas, pescados fritos, un rincón, ajedrez, la radio, el teléfono, un tenedor, un vino, un estallido, un sobresalto, mierda, otra vez.
Ese día comí mucho, durante cinco horas, y en una lágrima tres y veinte de la mañana 25 de diciembre me dejó.
Cerca la estación de Termini, así que, Inés, se quedó.

Francisco Jurado Chueca

domingo, 11 de enero de 2009

Madrid, 11 de enero 2009

Aquí estoy. Perdona Inés, pero recuerdo tantas veces el día de ayer que tengo la sensación en el cuerpo de que tan enorme ceremonia se manifestó hace apenas unos minutos, consciente de que mañana aún lo recordaré y de que un día tan lejos no siempre puede quedar como tal. Un día de ayer. Lo tengo en mi mente y sonrío. Ella también. Mañana llegaré a casa después del trabajo diario y ella estará en casa cuando vuelva y desenfundará una sonrisa que armoniosamente acompañará con un ¿cómo estás?, ¿estás bien? y disparará con un poco de tristeza “te veo extraño”. Y aquí estoy.
¿Tú, cómo estás?
Ayer estaba en un bar, como hace cinco días también y dos personas tocaban, cantaban y reían mientras yo a veces encontraba, entre tanta gente, rostros amigos que están tan lejos que era imposible que ayer estuviesen. Mañana tal vez sí. Hoy no, pero ahora estoy aquí en una pequeña ciudad con una sola idea en el corazón, Inés.
Lanzar mañana una pequeña piedra a un bloque de hormigón enano y abrir así una diminuta ventana por la que Dios por fin pueda ver.
¿Me acompañas? Miedo tengo. ¿Tú? ¿Dios mirará?


Francisco Jurado Chueca

martes, 6 de enero de 2009

Madrid, 6 de enero de 2009
Se puede hacer algo original, bonito, al salir a la calle y apenas pisada la acera ya entendemos todo, por lo menos si ha valido la pena bajar y si no, qué diablos, vuelve a casa y hazte un ovillo de lana, escóndete en algo peor que la ira y prepara otro café. Aquella mañana, después de dormirme la noche anterior, lo confieso, llorando (y sabe mi amiga Raquel que yo eso no lo hago mucho), amaneció con el mismo sol, violento, brillante, e intenté ponerme a estudiar de inmediato. Pero el blanco me distrae. Madrid tiene unos tejados que no todas las ciudades tienen, así que no pude concentrarme como hubiera debido en Gustave Moreau y escuché no sé cuántas veces una canción de Nacha Pop que habla de la fragilidad en este mundo descomunal mirando por la ventana. No puedo dejar de mirar por la ventana, no puedo dejar la calle pero ahora no quiero bajar a ella porque no creo ir a entenderlo todo al pisar la acera; desde aquí veo la cúpula de la catedral, todo controlado. La costa de la Vega desciende como una ola hasta la M-30. Desde el tercer piso los coches son sólo una ligera vibración.
El pasado viernes salí de trabajar excepcionalmente a las tres del mediodía porque una compañera me lo pidió para aprovechar más tiempo con su familia, y como yo soy de los que no van a casa en Nochevieja me daba igual trabajar por la mañana o por la tarde y en general, aunque no hubiera sido día dos de enero, me hubiera dado igual trabajar por la mañana o por la tarde porque, aunque hasta hace no mucho prefería tener las tardes libres, ahora no lo tengo tan claro porque definitivamente la luz no es la misma y despertarse y poder quedarse mirando la ventana y los balcones y los tejados y el blanco de los edificios reflejado es un lujo, un lujo, un bálsamo, si yo me dormí anoche casi llorando o al menos con unas ganas atroces de hacerlo y esta mañana fue esa luz y sólo esa luz (y no esos falsos regalos, chantajes, sobornos que día tras día se supone que he de perseguir, ya sabes, de quién, para quién y lo que tengo es lo que soy además de todas esas vomitivas campañas publicitarias dirigidas única y exclusivamente a que mi deseo y mi frustración estimulen mi necesidad de consumo) la que me hizo volver a sentir la calidez, la pertenencia, lo mío (nada era ajeno, Francisco, bañado en esa mañana de Reyes; escuché a los operarios retirando las luces), así que trabajar por la tarde y dejarse llenar de eso me gustaba, pero aún así, para hacer el primer favor del año, le cambié el turno y al salir del trabajo fui a devolver dos libros que me gustaron bastante a la biblioteca que hay cerca de la plaza Olavide, donde yo vivía antes de mudarme a la calle Mayor, y al bajar Fuencarral, entre Quevedo y Bilbao, casi a la altura de la Casa del Libro, me crucé con él.
Llevaba una cartera grande colgada de un hombro. A pesar de los dos metros y medio que nos separaban, supe que no fumaba porque olía a fresco y tenía la piel transparente; tenía el pelo muy oscuro pero no llegaba a negro y era alto, creo que al menos un metro ochenta de estatura (a estas alturas, por lo del metro ochenta, ya sabrás que te estoy hablando de amor.) Lo creas o no, él también me miró (sobre la posibilidad de preocuparse ante la fija mirada de una desconocida prefiero no hablar) y pensó, creo, que tengo piel de fumadora y cara de salir de trabajar, así que era una lucha desigual pues él estaba limpio y alegre, quizá porque había estado mirando por la ventana durante toda la mañana, aunque en ese barrio los tejados son sobre todo de pizarra y no de tejas como en el mío. Apartábamos y cruzábamos la mirada una y otra vez; me temblaban las pupilas. Yo siempre le había estado esperando. Tuve ganas de coger el cuello de su chaqueta y quitarle suavemente la pelusa que se adhiere siempre a la pana, decirle que mis vistas son mejores que las suyas y que puede venir a mi casa cuando quiera, pero a la misma altura (aunque mi cabeza me decía “invítale a un café, invítale a un café” , desgraciadamente yo no podía oír nada porque no me abandonaba la melodía de Nacha Pop), quiero decir, cuando atravesábamos el instante último antes de estar detrás de alguien, la mirada de reojo que nos dirigimos fue un latigazo hondo y quise volver al trabajo y no parar nunca de trabajar, alienarme para siempre, olvidar aquello, dejarlo estar, pensar en cosas sencillas como dar el cambio y dejar ordenada la tienda por la noche para superar esa pérdida que en realidad tan poco me había dado, poco más que ese segundo último antes de que todo, absolutamente todo, parezca estar detrás de ti mientras tú, piel curtida, fumadora, te adhieres de nuevo al chantaje de la pelusa en la pana y los días siameses que se pegan los unos a los otros sin más opción que sacrificar bien al anterior, bien al siguiente, para poder al menos llegar hasta el fondo de uno porque es tan, tan peligroso, Francisco, despertarse un día y confundir el anterior con cualquier otro, cruzarse con hombres con carteras colgadas del hombro y no tomar una bocanada de aire, limitarse a lo imprescindible; tan arriesgado limitarse a las rebajas de enero, a las subidas y bajadas de temperatura, a la hora exacta en la que te citó el abogado que te recomendó un amigo que ahora le debe dinero hasta a sus familiares. Eso sí que es verdaderamente peligroso pero aún así, por favor si alguien vive cerca de la glorieta de Quevedo y acostumbra, o no, a pedir una tortilla de patatas entera con una ensalada por doce euros en la plaza Olavide, dile que estoy dispuesta a cambiar el turno en el trabajo (sí, y perderme esta luz) si a él le viene mejor e incluso ser puntual a cambio de invitarle a un café.
Inés Plasencia Camps

sábado, 3 de enero de 2009

Madrid, 3 de enero de 2009
Nuestra excursión al Escorial se vio boicoteada por la lluvia. Yo había ya recogido la ropa tendida del patio, leído algunas páginas de un libro que me habían regalado aquella semana y ante el ordenador recordé la noche de Año Nuevo en que aparecimos en tu casa cuando el 2009 tenía ya cuatro horas de edad. Al día siguiente nos vimos en Casa Ciriaco, frente a mi casa. Al principio el local estaba frío como las mesas de mármol que lo llenaban; después fueron llegando los habituales y discutimos sobre Ignacio Zuluaga y Ortega y Gasset (alguien me contó una vez que escuchó en el metro cómo un padre le explicaba a su hija que Ortega y Gasset eran dos personas diferentes, Ortega uno, Gasset otro, grandes amigos, imagino, trabajando codo con codo como el doctor Jekyll y el señor Hyde), no sabíamos quién era el gordo de la foto y ahí ya nos peleamos; tuviste que pasarte al vodka.
Bueno, sólo quería desear Feliz Año a quien estuviera receptivo. Yo felicito el final del anterior (que, no lo neguemos, después de doce meses nos tiene a todos cansados, y con razón) hasta bien entrado febrero. Le pedí fuego a Demetrio, que es un hombre que tampoco lleva nunca encendedor porque intenta dejar de fumar cada tarde, pero que acaba siempre cruzando la calle para comprarse su paquete en el bar de enfrente y pidiendo fuego a Álex, el camarero, al que religiosamente se lo devuelve Demetrio al marcharse porque qué es un camarero de los de antes, como los de Casa Ciriaco, sin encendedor. Entonces volviste del baño e hicimos planes. Si los sumáramos todos podríamos estar ocupados por lo menos durante seis o siete años.
-¿Qué tal México? -me preguntaste.
Tan lejos que mi recuerdo se parece a mi querida vida imaginada, ésa que ocurre, te dije, entre el Campo del Moro y Moncloa, cansada a las siete y media de la mañana con el pelo todavía mojado y caminante entre personas con cara de vigilia: te recuerdo que hubo un día, hace años, en que todo estaba ahí colocado para nosotros, o ésa era nuestra sensación, y si yo hubiera tenido que discutirlo con alguien que me dijera que el mundo es el mismo para todos le hubiera dicho “señor, su existencia es de lo más triste, no me podría dar más pena ni tan sólo la imagen reflejada en el estanque de los pavos reales del parque empapados por la lluvia que nos impidió ir hoy al Escorial” si usted piensa que el mundo es el mismo lugar para todos. Si usted piensa tal cosa, señor Demetrio, no me extraña en absoluto que sea incapaz de dejar de fumar, pues para hacer algo es imprescindible ser capaz de imaginárselo primero, y entonces fue cuando me dijiste que los años y su duración se los habían inventado otros, ¿las horas también?, te pregunté, las horas también, me dijiste, las horas sobre todo, y que acababa un año, es cierto, pero la vida de nadie es un año o un segundo puntual sino un extenso mirador, me explicaste y cuando te pregunté si eso quería decir que mejor no esperar nada del 2009 tú pediste otro vodka. Te dije que era en Madrid donde yo había sido realmente feliz; donde me tocó vivir los años en que el mundo parecía hecho a medida y eso no se olvida, Francisco, así que Madrid puede de ahora en adelante cometer tantos errores como quiera porque siempre será la ciudad que imaginaba cuando la vida era poco más que aquello que imaginábamos mientras fumábamos diciendo que podríamos dejarlo en cuanto quisiéramos.
Inés Plasencia Camps