sábado, 4 de abril de 2009

En un lugar de la Mancha, 3 de abril de 2009
Querido Francisco,
Tras sólo veinte páginas del Tractatus Logico-Philosophicus ya cuestiono todo lo dicho en nuestras cartas anteriores. Y eso sin haber entendido nada; imagino que cuando lo entienda las borraré, o las quemaré, o mejor, las venderé (debe de haber algún coleccionista buscando documentos de juventud de grandes artistas, consciente de que son mucho más baratos cuando aún no son grandes y aún más cuando todavía no son artistas, algo parecido a invertir, hace no tantos años, en energía solar) y te daré una parte del dinero para ayudarte a dejar de trabajar. No trabajarás nunca más, y pasarás a engrosar una lista que es cada vez más larga (ya somos tres): los inútiles. Pero hoy no voy a hablarte de la inutilidad.
Wittgenstein. Bertrand Russell escribió la Introducción del Tratado, consiguiendo superar al autor, según mi opinión, en complejidad. Se supone que hay intocables (y estoy a favor, ha de haberlos por si acaso fallan los demás), pero cuando yo era joven la introducción arrojaba luz sobre un libro, y no al revés. Me recuerda a esos envidiosos autores que escriben un prólogo al libro de otro escritor para, y cito textualmente a una de estas alimañas, “que se entienda tras leer el libro”, intentando usurpar (siempre inútilmente, cosa que yo debería defender si no fuera porque no es lo mismo ser inútil que hacer algo en vano) el lugar que ese supuesto amigo suyo (pues así hablará el prologuista de él, con una inusitada confianza, en cualquier “cóctel” de la zona alta de la ciudad) se merece por el paso, hacia adelante o hacia atrás, que es un libro en la historia (la historia de qué, me dirás, pues nada, la historia de nada, supongo que la de la historia.)
Lo que te quiero decir es que no debemos prologar los libros del otro, pero estaría bien inventarnos sendos “alter-egos” que sí pudieran hacerlo para evitar conflictos entre nosotros. Si se acaban odiando podemos publicar artículos (y eso ya es un chiste porque a mí no me publican nunca nada y puede que nunca lo hagan) contra el otro: los prologuistas del poeta Francisco Jurado Chueca y la inútil valenciana Inés Plasencia Camps no se llevan bien. Quizá sea el comienzo de una Historia del Prólogo, ya me entiendes, no como su nacimiento sino como el nacimiento de la visión historicista del asunto.
Y consiguieron que nunca nadie hablara de sus libros y se convirtieron, gracias a sus “alter-egos”, en malditos poetas asalariados, mientras sus identidades inventadas alcanzaban la fama.
Evidentemente ya no estoy hablando de Wittgenstein y Russell, y contra esta frase estaría el primero radicalmente. Pero yo no necesito su apoyo, afortunadamente, aunque sí su ayuda, ahora que la Historia del Arte empieza a ser sólo una nueva frustración, como una laguna de aguas profundas ennegrecidas por un fondo inexplorado, porque ahora que el arte, o mejor, que la imagen no me basta para entenderlo todo al bajar a la calle, necesito algo más, y creo que ese algo más es la palabra.
Un ejemplo es que Mies van der Rohe tiene fama de poco hablador. Pues bien, te envío una fotografía de unos de sus edificios para que veas lo que intento decirte. Aunque bueno, si un puñado de nazis hubiera interrumpido una clase mía y me hubieran metido, junto a compañeros y alumnos, en un camión de ganado, yo tampoco tendría ya mucho más que decir.
Inés Plasencia Camps.