sábado, 7 de febrero de 2009

Madrid, 7 de febrero de 2009

Querida Inés, creo que después de muchos tiempo, no recuerdo si fue en mi niñez o sin funda alguna o con alguna funda, un sábado por la mañana, bastante descansado, me he dedicado tan entero a leer algo en lo que estoy completamente de acuerdo y exactamente acongojado por no haber estado ese domingo en dicho momento. Sí, lo sé, la distancia, los amigos, la temida agenda que nos separa.
Pero en fin, por ello tal vez no quiero que esta mía y mínima nota desvíe tu última entrada. Quiero que esta nota vaya subrayada a un lado, la tuya al frente y permanezca así solo por un momento. No te digo días ni horas, solo más tiempo.
Y aprovecho para solicitarte algo. Estoy algo harto, más cansado, de nuestra obligada y arcaica manera (arcaica no es la palabra, pero no se me ocurre una para definir el 'tiempo' a que nos sometemos impávidos) de pasar nuestros días (tampoco estoy de acuerdo con la palabra días), pero en fin, lo que quiero decirte es que siento que la gran muralla que nos deja fuera de encuentro, la gran distancia, es reacción directa del calendario al que nuestra mente se ha fundido: días de 24 horas, semana de 7 días, etc., etc. Estamos sometidos a andar de determinada manera a las 7 de la tarde cuando tenemos 15 años y de otra cuando son ya 24. ¿A la 1 de la tarde de un domingo de invierno cuál o de quién es tu funda? Gracias, Inés. Gracias, Clara.
Bueno, en fin, estoy dándole vueltas a ello, pero aprovechando la identidad de las funas, quería proponerte hallar sin vacilación la manera de desfundarnos de un reloj de 24 horas. ¿Qué te parece, Inés? ¿Me he explicado bien?
Y sí, Clara, Clara, mi cuarta amante, aunque Madrid hoy no se incline tanto y yo me incline más a repetir ese día (¿existe otra manera de ‘resaltar’ nuestros queridos recuerdos sin recurrir a la palabra día?).

Francisco Jurado Chueca

martes, 3 de febrero de 2009

Madrid, 3 de febrero de 2009
Querido Francisco, de nuevo mi amiga Clara (tu cuarta o quinta amante, ya no recuerdo, pero espero que la recuerdes tú porque aquel día, con la mesa peligrosamente inclinada por la topografía Madrid y el vino igualmente inclinado, a mí ya no se puede olvidar) tenía razón. En el mejor de los casos nos rebelamos contra una identidad que nos ha sido impuesta, pero en realidad sólo estamos poniéndonos otra funda por encima, quizá más a nuestra medida, más parecida a las personas que nos gustan, pero al fin y al cabo otra funda para los otros, así que lo único que hacemos cuando decimos que estamos buscándonos a nosotros mismos es buscar a otros, otros a los que preferimos, ante el fracaso de nuestra identidad primigenia, pero con una diferencia fundamental: la funda será, al menos, nuestra. A Clara no le basta. Ella sabe que la única identidad a la que debemos aspirar es una que elimine por completo esa palabra, que ya no sea un conjunto que entre sus acorazados muros aglutine cada gesto, sino sólo el vago recuerdo de cuando estábamos “en obras” y necesitábamos andamios y arneses para no caernos. He estado pensando un poco en esto desde que el domingo viniera a comer a mi casa, y mientras yo estudiaba un poco (poco concentrada en realidad ya que cada veinte segundos, o menos, una de las dos decía algo, algo a lo que la otra respondía exaltada), ella cocinaba un pollo con una salsa de nata y cebolla que hace desde que la conozco y que me encanta (y ése fue su regalo de domingo, además de un precioso libro de Historia.) He pensado que ante quien te conoce bien puedes dejarte puesta esa funda. En realidad ha visto cómo la tejías y no te dirá nunca que te la quites como hace quien no te conoce tanto creyendo ayudarte, sino que te dirá si te ha quedado bonita o si te viene grande, a lo sumo, y la admirará e incluso puede que te diga alguna vez si se la prestas un rato: tiene una cita, y tú se la prestas, y le dices que se la puedes dejar los viernes porque quieres dejar de salir tanto pero a cambio de que tú te puedas poner la suya los martes para ir al cine sola, y antes de que empiece la película, en el Café de las Estrellas, frente a los cines Golem, mires por la ventana y al ver la gente que pasa te sientas tan vacío que reconozcas al fin todo lo que no ha cambiado, lo que permanece igual tras el intercambio de fundas, la misma sensación de que los demás, en realidad, no existen del todo.
Pedí una cerveza y me reía pensando en las prisas que el ferrocarril introdujo en nuestras vidas, finalmente rematadas por el ADSL. Me reía pensando en que cuando te paras tienes una sensación parecida a la un niño que da vueltas y vueltas a toda velocidad y se detiene de repente porque quiere marearse. ¿Sabes por qué lo hacen, Francisco? Porque es la droga de los niños, la versión infantil de ir como una cuba. Se ríen incontrolados y miran en todas direcciones, sienten placer justo antes de estamparse contra el suelo, Francisco, desde donde te miran riendo buscando tu aprobación, la confirmación de que lo que acaba de ocurrir ha sido tremendamente divertido. Pues bien, así es como me siento yo cuando me paro, cuando me quito la funda y les digo, riendo, “¿a que ha sido divertido?”, pero sólo encuentro, entonces, miradas adultas que me levantan del suelo, me sacuden la tierra del pantalón, y me dicen que no haga más tonterías. Realmente, Francisco, a veces dan ganas de hacer como si no existieran.
Inés Plasencia Camps.