martes, 12 de agosto de 2008

Castillo de Fezzana, sin calendario a la vista.

Se había corroborado la teoría de que entre todas las personas del planeta hay como máximo seis grados de separación, es decir, ése es, como promedio, el número de seres humanos necesario para conectar con cualquiera. Al día siguiente el ejército mauritano dio un golpe de estado y se detuvo al presidente, pero yo no supe de qué lado ponerme sin antes saber de quién estaba más cerca, si de él o del mauritano que le daba de comer en la prisión, en el caso de que dicho mauritano existiera y alimentara al recién derrocado presidente.
El número más alto de personas que separan a otras dos, según el estudio, es veintinueve, que en realidad tampoco es mucho. ¿Cuántas habrá entre quien está sentado a mi lado y yo? Dan ganas de tejer una red para comprobarlo, aunque eso resultaría complicado: esas personas pueden haber estado en contacto sólo durante unos segundos, lo justo para estrechar sus manos y no verse nunca más, o sea que no es tan sencillo contactar con, por citar a alguien, Woody Allen.
Es un mal ejemplo. Cuando hace diez años pasé un mes en Nueva York averigüé su dirección (en la Quinta Avenida, aunque no recuerdo a qué altura, tendría que recorrerla de nuevo para reconocer el edificio al verlo) y estuve yendo durante unos días con la esperanza de coincidir con él. Como no sería el primer artista asesinado por un admirador, el portero de la finca me pidió que abandonara aquel hábito, consciente de que no podía impedirme estar en la calle pero también de que yo no podía impedirle llamar a la policía. El portero del edificio donde vive Woody Allen le ve cada día, así que sólo una persona, él, me separa de mi cineasta más querido y sólo dos, porque yo también tengo derecho a contar, le separan de, por citar a alguien, mi madre, mi padre o mis hermanos, tres a los amigos de mi madre, mi padre o mis hermanos y cuatro a los vecinos de los amigos de mi madre, mi padre o mis hermanos. Y si alguno de esos vecinos ha ido de vacaciones a Bora-Bora y ha cenado en un restaurante, los trabajadores de ese local están ya a sólo cinco grados de separación de Woody Allen. Espero con esto dar una alegría a mis allegados.
He estado fuera de Madrid dos semanas y en este tiempo he aprendido muchas más cosas, por ejemplo que las zonas volcánicas son de tierras muy fértiles, por eso siempre han estado y están tan pobladas pese al peligro que obviamente representa un volcán. También he aprendido que la hospitalidad sarda condiciona a muchos de los habitantes de la isla, que viven bajo la presión de tener que serlo constantemente, como el pobre Pier Paolo, un inofensivo secuestrador de turistas a las que obligaba a valorar económicamente sus obras de arte (las llamo así para ser amable y agradecida por el sucio café que nos preparó, porque en realidad eran tres cuadros en los que, con plata como soporte, se había representado a Cristo, la Virgen y un niñito desnudo respectivamente, en lo que serían las manifestaciones humanas más horribles que hubiera presenciado jamás si no fuera por la central hidroeléctrica que destrozaba la jornada playera de todo aquel que estuviera en Carloforte o Santantíoco, como era nuestro caso, con esa impactante visión industrial) mientras sangraba a borbotones debido a su medicación anticoagulante. Que uno nunca viaja del todo, también lo aprendí: ya ves que te envié un cuento, después noticias y propuestas, por fin una amenaza que resultó efectiva y que te prometo pronuncié más dormida que despierta (saludo a mi madre de tu parte), y luego tu carta (aún no sé cómo averiguaste mis señas en Italia) que como todas hube de leer varias veces y que me causó una preocupación que me permitió al fin dormir profundamente (y aún así, espero que no estés realmente aterrado, que sea sólo ese aire que te empuja a veces con violencia pero que es únicamente aire lo que ha vuelto a agitar tu fin de mes y yo tan lejos, que recuerda que ese vértigo, siempre te lo digo, no tiene enfrente ningún precipicio y que ese aire imaginario es incapaz de lanzarte al vacío), con ganas de un sábado que deseaste por error. No volví hasta el lunes, no vi a tu pareja extranjera, no había descendido la temperatura, no había nadie en casa, no había desaparecido el museo en el que trabajaba, no había nadie, nadie, en la estación, ni en la calle Santa Isabel había siquiera una viruta de oxígeno, no había tiempo y el consuelo era reversible: otra amenaza, y no había más verbo que el verbo que me inventé para ignorarla. Sólo cruzaban ante mí, de un lado a otro de la calle, personas con más de cien grados de separación.
He aprendido, asimismo, que en ocasiones cuando uno se va de viaje llegan al lugar de origen buenas noticias. Esto es óptimo: ya que se quedan, son un aliciente para volver. Tenemos que pensar en mi libro, pero tenemos que encontrar un objetivo, una buena noticia para ti también. ¿Qué te parece si a tu vuelta de Lisboa te recibo con un aire bien frío y quedamos, pleno agosto, simplemente para respirar, con cero grados de separación?
Inés Plasencia Camps